Freud fue el desarrollador de una idea bastante prolífica en el conocimiento. El deseo provoca una serie de estructuras lingüísticas que condicionan la posición del ser humano en las relaciones de poder que instituye la sociedad. Desde esta posición es que vemos con bastantes luces, cómo el discurso legitimante de la sociedad sistémica está vertido sobre la base de una acelerada declinación de la dignidad humana hacia la función de un ser que olvida la estructura fundante del padre para perderse en una vía permanente del goce. Aquí Lacan nos ayuda: “Estructurado significa mi habla, mi léxico, etc. , lo cual equivale a un lenguaje. Y esto no es todo. ¿Qué lenguaje?” Sin embargo va más allá Lacan, al establecer que la estructura se sostiene a través de otro que se transforma en el espejo simbólico identitario del ser.
Hoy en día, la sociedad globalizada está reinada por una estructura del discurso dominante. Y es un discurso que desnaturaliza al hombre, muy de la mano con la enajenación de Carl Marx. El discurso no guarda relación entre el objeto y el sujeto. Produce una contradicción del discurso estructurante, al desinvicular al ser de su subconsciente colectivo. Aquí Lacan nos habla, con toda su actualidad: “Es este momento el que hace volcarse decisivamente todo el saber humano en la mediatización por el deseo del otro, constituye sus objetos en una equivalencia abstracta por la rivalidad del otro, y hace del yo [je] ese aparato para el cual todo impulso de los instintos será un peligro, aún cuando respondiese a una maduración natural; pues la normalización misma de esa maduración depende desde ese momento en el hombre de un expediente cultural: como se ve en lo que respecta al objeto sexual en el complejo de Edipo.” Hoy no hay deseo, sino goce. No hay deseo, ni tampoco relaciones que provoquen estimulaciones de amor colectivo. Es decir, el discurso legitimante capitalista, es de una subjetividad del goce infinito a través de objetos materiales que producen el motor social.
La sociedad, es todo lo que Freud, Jung, Lacan, y Benjamin, dijeron con su capacidad de análisis predictivo. Una sociedad con enfermedades del alma. Una sociedad absolutamente sicótica por la permanente identificación del ser, con objetos-otro desechables. Es decir, hoy en día el ser humano tiene la capacidad de reidentificarse con otros objetos, pero permanece entroncado con una estructura discursiva (la del consumismo), que es completamente dominante a través de las relaciones productivas de un ser imaginario. De esta manera, existe una clase política que se ha empeñado en destruir las ideologías, para sustituirlas por mensajes publicitarios legitimantes de una construcción simbólica de la sociedad individual y automatizada. Tampoco habla de ilusiones, sino que puramente de relaciones de poder, que subyugan la conciencia potencial de los seres humanos. Es el reinado de la carencia de los proyectos futuros, ya no se cree, ni se cita, ni se necesita en el discurso, la revolución. La justicia, la equidad, y la democracia son sinónimos de un solo gran dispositivo lingüístico: la publicidad de las relaciones de producción de un simbolismo societal que funda al sujeto en un otro que es igual de imaginario.
Se han creados conciencias simbólicas que constituyen un ser que en realidad no es nada. Una imagen especular asumida con el goce infinito, para transformar a lo sujetos en una masa desnaturalizada. Y más aún se comprueban estas imágenes especulares, a través de discursos científicos que funcionan a través de lógicas significantes que legitiman la exclusión, o en el mejor de los casos, la enajenación. Todo se refiere a la cosa, ya no existe la metáfora, ni tampoco la poesía social. A su reemplazo se proclama la tecnología como un dispositivo de complitud mundial. Todos conectados con todos. Pero ahí, en el escenario virtual yace la tentación del goce, de dejar ser. De una cultura de no estar, de la otredad en toda su vastedad. No hay lugar para el sujeto, sino que todo se basa en el otro físico. Puedes construir otros lugares, otras maneras de estar, más nunca ser el ser mismo. Una falsa conciencia que destruye todo lo fundante.
Estamos hoy, ante una sociedad enferma. Una sociedad que tiene la capacidad de identificar la opresión mental y física, pero que no la problematiza, y por lo tanto no se rebela ante la opresión de su verdadera consciencia. Una sociedad donde abunda la tristeza, la pobreza espiritual, por causa general del exceso del goce, del fin de los deseos, de las pulsiones motoras del cambio mental, y que se encuentra sustituida por una excitación maníaca por cada objeto que provoca una imagen especular.
Por ahora, va ganando el discurso dominante de las relaciones de producción simbólica de una falsa consciencia que legitima la dominación. Un discurso que ha vuelto a la primigenia infancia del ser humano. Un ser absolutamente condicionado por las imágenes de sus padres, un ser que su autonomía palpita por sus necesidades básicas. No hay deseos conscientes, sino que el goce infinito que nos da la maravillosa maquinaria de la opresión.
Existe casi una lucha psíquica en todo esto. Es hacernos conscientes de las relaciones que nos condicionan. Es renunciar al no ser, a la identifación en otro, para ser en plenitud, y desde ahí, luchar por la sociedad nueva.