“Porque si cada uno de nosotros buscamos
egoístamente sólo lo que creemos que nos interesa,
sin preocuparnos de las necesidades de los demás,
acabaremos no sólo haciendo daño a los demás,
sino también a nosotros mismos.”
S.S. el XIV Dalai Lama, Tenzin Gyatso
por Alberto Cecereu
Momentos posterior al Terremoto que afectó al 80% de la población de nuestro país, en el medio de una catástrofe bíblica, sin comunicación alguna, con la oscuridad absoluta, veíamos cómo germinaba lo mejor, lo peor, y lo inesperable del ser humano.
Sin ninguna duda, una señora de Concepción decía: “Que maten a todos, que los maten sin piedad a los flaites, a los pobres que nos roban”. Todo lo exterior de ella era una amenaza, e incluso su propio refugio hogareño. En un acto de supervivencia real e identificable, la protección de “lo suyo” se vuelve un acto de superior derecho.
Por otro lado, las clases trabajadoras y populares, en momento de crisis extrema, como la que se está viviendo en dos regiones del país, ve todo el sistema de legitimación política y económica por el suelo, y aprovecha por un acto de supervivencia también real e identificable, el momento supino para solucionar su urgencia de hambre, de carencia material generacional, en el filo del fin de todo, de la misma forma, un acto de superior derecho.
Si no estuviera el Estado, las clases sociales se enfrascarían en una lucha sin fin, sin tregua, con sangre, sudor y lágrimas. El pobre se pregunta y grita al cielo “¿Por qué se me destruye todo? ¿Y tengo hambre, sed, y frío?”. Todo lo encuentra injusto, extremadamente terrible, desolador, apocalíptico; y entra a los supermercados, a las tiendas, intenta ingresar a las casas, intenta en forma desesperada solucionar algo que nadie le soluciona.
La clase media, la clase alta, cataloga a todo lo “otro” como lumpen, hordas, bárbaros. Es su miedo, su propiedad privada amenazada, su status, su colocación social, que ve con el terremoto, cómo todo se viene abajo, en una igualdad catastrófica de pesadilla.
Ahí en esa boca de lobo, la oscuridad no identifica apellidos, puestos de trabajo, situación en la vida social, empeño o flojera, e incluso todos los miedos son los miedos del mundo. El miedo a morir por alguna circunstancia.
Es injusto que todos los que no sufren juzguen a los que sufren, en un escenario en que realidad, el sufrimiento es generalizado. Hoy, personalizar el sufrimiento nos vuelve avaros y egocéntricos.
La solidaridad es la acción material de los compasivos - todos aquellos seres sintientes que desean la felicidad al otro – de forma horizontal, con respeto mutuo, con identificación de derechos y deberes comunitarios.
Todos en este mundo somos insignificantes ante las fuerzas de la naturaleza, y nos constata una vez más, que estando muertos seremos iguales al multimillonario e iguales al indigente de nuestra ciudad.
Ante escenarios de crisis cultivar la compasión es una tarea sencilla, pero no fácil. Dejar de lado los prejuicios y juicios del “otro” es el primer paso. El segundo paso es dejar de identificar el prójimo como otro, sino como un hermano del universo que vive, sufre, come, disfruta, llora y siente igual que todos nosotros, y que hoy más que nunca, aquel que sufre necesita de nuestros segundos de atención real para sobrevivir en la emoción.
A pesar de que en una catástrofe el caos se percibe como la existencia de un todo, es el momento para que un nuevo orden prevalezca. La máxima de “orden en el caos” es real, ya que cuando muchos factores nos acercan al estado de la naturaleza, es el momento de la regeneración social, de crear una red solidaria y justa, en el cual la compasión sea el pilar del entendimiento humano. Esa compasión debe ser la capacidad de uno de recibir el sufrimiento del prójimo, hacerlo suyo, para que ese prójimo pare su sufrimiento; es la capacidad de redención humanista y presente, en el cual hacemos patente que todo el universo está conectado conmigo, y por lo tanto, la reconstrucción es tarea de todos.
Esa es la esperanza sencilla y actual que debe inspirar a Chile y el mundo en su camino para un mundo glorioso donde el sufrimiento cese, para la construcción de una nueva era de la humanidad.
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